Recordaré siempre el dia que Antonio me presentó a Manolo Barba, de Sanlucar los dos, como las estrellas y los duendes, y me llevaron a conocer cómo suena romper el velo de flor, esa sensación al final de la caña, ese crujido vivo en mitad del silencio de la bota, en la cúpula de la bodega.

Se me antojó la luna en el The Way of a Soul de W. Th. Horton, así, tan inmensa, plasmando desolada felicidad, incontable gratitud, el sabor final de la grasa en la copa, en la caña bulliendo de menta y sal.

Los juegos de los fondos y las catas de la mano del Maestro Barba nos muestran una colocación metódica que alcanza la buscada armonia, en el catavino y en la dimensión humana de su trabajo. “Tiene que tener unos registros impresionantes Ud, Maestro”, tuve que decirle, “deben formar parte del Patrimonio de la Humanidad”.
Entre paralelismos y disonancias se camina así por el patio de barricas. Una linea larga, detrás, al frente, el punzante aroma te hace fijarte en lo cómodo de la tradicion decorativa, el emblema de esta filosofia, madre y solera, puñado de albero y quinqué para dedicarle una mirada a la arquitectura que impresiona, te hace parte del silencio.

Los terciarios, las lomas suaves, ese paisaje de tren de largo recorrido por la meseta o llanuras, los campos andaluces, pequeñas hondonadas, la venencia doblándose un pizco ante la copa, el granulado cayendo y rebotando en el cristal, los labios secos de salitre, el tirón de picante y salado que deja la manzanilla en su fase inicial…

Maestro Barba, ha sido un placer conocerle y aprender a gatear por su bodega, por la solera de su estilo, el suyo propio, el de Usted mismo.
El toque fue tan deseado, era tan enigmático a la vez, descubrir la liberación de la estética, que el impacto endureció el algodón y entregó en la mano grumos y pura levadura, vida elemental, criaturas de leyenda.
Catamos la bodega, el enorme océano de barricas nos hizo liliputienses, aquella fruta hacia delante envuelta en silencio, solo el chasquido en el catavinos. Las caras de los toneles sin nada que sobresalga. La fuerza en varios traslados es de mitos. Y ese trago al final, en un rincón de la bodega, como en un patio de colegio, pendientes y aprendiendo, te dan vida, capturas los compuestos aromáticos del terruño, el carácter, el alma de la viña. 
Vamos recordando el vino de cómo es a como fué. Cuando se agarra con ahinco la llave del oloroso para abrirte aromas densos y tabacosos, suavizados por un elegante aire salino pero intenso y cubierto de una piel oscura surge el amontillado equilibrado y complejo, terminando con armonia en el paladar. Un viaje entre paréntesis.

Los aromas a nueces y el contingente de maderas añejas (púlpitos, y qué bónita siempre en esta zona esta palabra), incluso barnices que decoran el amontillado y la piel de naranja que le da ese toque aun femenino, mucha seriedad, los duendes de Sanlucar vuelan ahora en lo alto. La blanca y pálida manzanilla nos pone los pies en la tierra.
Yo he de volver aquí.